Guillermo Martín Caviasca
Por una política nacional de
los oprimidos
Cómo desarrollar
una política nacional que vaya más allá de las reivindicaciones de clase o
sectoriales ha sido, desde los inicios de la sociedad capitalista moderna, un
debate central para los oprimidos. A partir del surgimiento de los estados
modernos y, específicamente, desde la consolidación de la burguesía como clase
dominante, el nacionalismo apareció como una herramienta ideológica tendiente a
diluir los intereses de la clase trabajadora en aras del fortalecimiento del Estado
con el reconocimiento implícito de las relaciones de poder. De esta forma los
movimientos de las clases oprimidas y, específicamente, los movimientos de
izquierda, sustentados en la clase obrera, nacieron a la vida política con un
rechazo al discurso, mitos, educación nacional y patriótica que emanaba desde
las instituciones: se concebía a la nación como una construcción artificial.
En los orígenes
del movimiento proletario moderno, Marx y Engels redujeron al nacionalismo a
una política de la burguesía. Era lógico ya que ellos pensaban la revolución en
Europa occidental en los albores de la era imperialista. Pero cuando
reflexionaban lateralmente sobre países oprimidos (Irlanda, Polonia) la
“cuestión nacional” se introducía en sus análisis. Las siguientes generaciones
de revolucionarios marxistas comenzaron a ver la fuerza del problema nacional:
los bolcheviques debieron “nacionalizar” su proceso, pero fue Gramsci el que
hizo un mayor aporte sistemático sobre el tema. Y Cuando la revolución
efectivamente existente de alejó de los centros imperialistas y floreció en
países oprimidos el tema de las reivindicaciones nacionales cobró una fuerza
central en la construcción liberadora: la clase trabajadora debía crear en cada
nación un proceso revolucionario original.
Esto es así
porque los pueblos se organizan en comunidades desde el origen de la humanidad,
éstas fueron construcciones consientes producto de la relación del hombre con
la naturaleza y entre sí mismo, y no solo se relacionan con mitos o
imposiciones artificiales. Sin dudas los mitos son parte de las fuerzas que
mantienen unidas a las comunidades humanas, pero colocarlos como inventos
creados para legitimar construcciones artificiales es un error. Los mitos
también tienen orígenes materiales y operan materialmente sobre la
realidad.
Sin dudas el
Estado-nación es la construcción humana históricamente más reciente en el plano
de las superestructuras políticas. Resume la forma de comunidad humana propia
de la era del capitalismo. Articula a una población en un territorio
determinado otorgándoles atributos de soberanía, economía nacional, símbolos y
mitos. A su vez resignifica en clave nacional (y burguesa) el pasado para
hacerlo común a la nueva comunidad. Genera historia como herramienta de la
hegemonía, que es nacional desde ese momento.
Existe en la
actualidad una tendencia a la añoranza de las comunidades precapitalistas.
Creemos que mucho del sentido actual de esas reivindicaciones es folckorismo
romántico, o una fuga hacia el pasado ante la dificultad de encarar lo
nuevo. Nuestra idea sobre la tradición y
las culturas anteriores a la del capitalismo industrial, parte desde las
propuestas del “amauta” José Mariátegui. Para el revolucionario peruano el estudio
de la realidad nacional (decía “peruanicemos al Perú”) era el camino que el
materialismo histórico debía seguir en la construcción de una vía
revolucionaria nacional. Por eso rescataba la tradición comunitaria de los
pueblos andinos, pero no lo hacía por ninguna añoranza a la vuelta del pasado
Inca. Sino que buscaba la apropiación de elementos de organización productiva
en dichas comunidades, su historia y tradición, para superar el atraso y
alienación de la producción terrateniente y para pensar la construcción de una
nueva institucionalidad. En el mismo sentido Garmsci insistía en la lucha por
una hegemonía proletaria nacional y la creación de un nuevo bloque histórico
que la viabilizara.
No dudamos que
la burguesía como clase dominante en los estados-nación crea una visión
histórica donde el pasado va justificando su consolidación y su presente,
negando oposiciones y alternativas. No podemos negar que la actual “operación”
nacional y popular del revisionismo ligth kichnerista es una maniobra
hegemónica: la creación de una nueva visión del pasado que reemplace a la
obsoleta liberal o a la hueca académica. Esta operación nos interpela: como impedir que
nos roben a nuestros héroes y así nos roben el pasado. El tema está en que la
historia oficial de cualquier tendencia al tener que justificar el presente
debe rescatar del pasado elementos de estabilidad y construir una visión
autojustificada del estado de cosas. Y como la dependencia y opresión de hoy tiene
sus raíces en el pasado una visión alternativa siempre contará con elementos de
verdad superiores a la emanada desde las cumbres del poder establecido por más
sofisticada y “nacional y popular” que esta sea.
Es en este
sentido el tema de la “unidad nacional” se presenta como otro problema a
resolver por los que luchamos contra la explotación. Una vez consolidada como
clase la burguesía presenta la unidad nacional como un baluarte ideológico
contra la lucha de clases y las oposiciones políticas radicales. Es la
conclusión de su conquista del poder, la búsqueda del fin de las
transformaciones y el encuadramiento de todas las clases tras su hegemonía.
Pero ese “nacionalismo” es falso. Más aún en países dependientes donde la
promesas de la revolución burguesa no llegaron a cumplirse mínimamente. El caso
del peronismo del 45 es claro para identificar los límites que la justicia
social y la independencia nacional tienen bajo el sistema actual. El movimiento
de Perón enarbolaba un programa de progreso y armonía de clases, sin embargo
desató una furiosa lucha de clases que duró más de 20 años como consecuencia de
la oposición de la burguesía al misma y los límites que impone ser un país
dependiente.
El tema es que
cualquier transformación que implique mayores niveles de igualdad, democracia y
justicia para las clases oprimidas debe se superadora de las formas políticas y
económicas existentes y no basarse en conseguir consenso entre las clases para
ver cuánto los ricos le aflojan a los pobres sin enojarse.
Cada aniversario
de una fecha patria como el 9 de julio, 25 de mayo y muchas fechas más que
podríamos levantar, nos enfrenta a un doble desafío: romper con la efeméride
escolar y crear un hito popular. Pareciera que una parte sustancial de la
izquierda no ha alcanzado a elaborar una actitud correcta frente a la “cuestión
nacional”, ni parece en condiciones de asumir positivamente el sentimiento
patriótico de las masas. Las invasiones inglesas, la revolución de mayo, las
guerras de la independencia y la independencia del 1816, fueron parte de un
proceso de revolución mundial donde se derribaron barreras con las que las
viejas clases dominantes feudales protegían su vetusto poder. En América latina
esta lucha tuvo su expresión y sus contradicciones internas. Estas
contradicciones expresaban diferentes alcances que podía tener la revolución y
eran expresión de lucha de clases y frentes de clases y de diferentes proyectos
de nación. Sin dudas, burguesas eran las diferentes variantes independentistas,
pero no todas eran equivalentes. Más erróneo sería negar la guerra de la
independencia como una guerra popular desde una anacrónica revolución
proletaria en la América latina del siglo XIX. Si hacemos ésto le regalamos el
pasado (y la lucha de las clases oprimidas en ese pasado) a la burguesía y su
interpretación de los hechos.
Si en función de
un dogmatismo improductivo rechazamos “lo nacional” como artificial y burgués, abonaremos
nuestro divorcio con el sentido común de todas las clases y prepararemos
nuestra fuga teórica, identitaria y militante a otros tiempos o países. El
internacionalismo proletario genérico, como alternativa, solo se ha manifestado
en muy contadas ocasiones y en ninguna eficiente. Cuando ha tenido que
confrontar con los “intereses
nacionales” ha salido perdidoso, aún en condiciones en que era sumamente
justo (como en las guerras mundiales). Esto no significa que el nacionalismo
sea más justo que el internacionalismo, lo que significa es que ya deberíamos
estar más que advertidos de la poderosa fuerza material que implica el
sentimiento (y la materialidad) de pertenencia a una comunidad nacional.
El sentido común
expresa la ideología hegemónica, pero esta ideología es parte de una
construcción que absorbe y re significa elementos de cultura popular. Es en ese
sentido que el sentido común tiene en su interior elementos de “buen sentido”
que son bases desde que las que se construyen puentes entre la cultura e
identidades populares y los objetivos revolucionarios. Si tenemos vocación de
mayoría, de poder y de verdadero internacionalismo, es necesario impulsar
políticas nacionales de los oprimidos que incorporen lo mejor de nuestra
historia y de la cultura popular. Allí están las raíces de la solidaridad
internacional y de la lucha por la igualdad.
Creemos que
nuestro pasado tiene mucho que reivindicar, desde las milicias populares en
1806 y 1807 pasando por todas las gestas de los ejércitos independentistas y el
pensamiento de nuestros más lucidos patriotas, la inmensa movilización de
nuestros paisanos para la defensa de la independencia y para lograr algún tipo
de organización nacional que los contemplara. Y podemos avanzar hacia el
presente rescatando gestas y personas que doten a nuestras propuestas de una
raíz ¿Por que abandonar esa tradición nacional y regalarla si desde ella la
identidad de nuestro país deja de ser de terratenientes entregadores y
genocidas y pasa a ser de héroes, patriotas y visionarios? Por eso decimos que hay razones para festejar el
surgimiento de nuestra nación. Porque no consideramos positivo renegar de nuestro
país, ni que eso sea un acto liberador. Creemos que esos tiempos nos dan la
oportunidad de poner en discusión una visión del pasado nacional que siente las
bases del futuro que deseamos.
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