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jueves, 8 de noviembre de 2012

Por una política nacional de los oprimidos


Guillermo Martín Caviasca

Por una política nacional de los oprimidos

Cómo desarrollar una política nacional que vaya más allá de las reivindicaciones de clase o sectoriales ha sido, desde los inicios de la sociedad capitalista moderna, un debate central para los oprimidos. A partir del surgimiento de los estados modernos y, específicamente, desde la consolidación de la burguesía como clase dominante, el nacionalismo apareció como una herramienta ideológica tendiente a diluir los intereses de la clase trabajadora en aras del fortalecimiento del Estado con el reconocimiento implícito de las relaciones de poder. De esta forma los movimientos de las clases oprimidas y, específicamente, los movimientos de izquierda, sustentados en la clase obrera, nacieron a la vida política con un rechazo al discurso, mitos, educación nacional y patriótica que emanaba desde las instituciones: se concebía a la nación como una construcción artificial.

En los orígenes del movimiento proletario moderno, Marx y Engels redujeron al nacionalismo a una política de la burguesía. Era lógico ya que ellos pensaban la revolución en Europa occidental en los albores de la era imperialista. Pero cuando reflexionaban lateralmente sobre países oprimidos (Irlanda, Polonia) la “cuestión nacional” se introducía en sus análisis. Las siguientes generaciones de revolucionarios marxistas comenzaron a ver la fuerza del problema nacional: los bolcheviques debieron “nacionalizar” su proceso, pero fue Gramsci el que hizo un mayor aporte sistemático sobre el tema. Y Cuando la revolución efectivamente existente de alejó de los centros imperialistas y floreció en países oprimidos el tema de las reivindicaciones nacionales cobró una fuerza central en la construcción liberadora: la clase trabajadora debía crear en cada nación un proceso revolucionario original.

Esto es así porque los pueblos se organizan en comunidades desde el origen de la humanidad, éstas fueron construcciones consientes producto de la relación del hombre con la naturaleza y entre sí mismo, y no solo se relacionan con mitos o imposiciones artificiales. Sin dudas los mitos son parte de las fuerzas que mantienen unidas a las comunidades humanas, pero colocarlos como inventos creados para legitimar construcciones artificiales es un error. Los mitos también tienen orígenes materiales y operan materialmente sobre la realidad. 

Sin dudas el Estado-nación es la construcción humana históricamente más reciente en el plano de las superestructuras políticas. Resume la forma de comunidad humana propia de la era del capitalismo. Articula a una población en un territorio determinado otorgándoles atributos de soberanía, economía nacional, símbolos y mitos. A su vez resignifica en clave nacional (y burguesa) el pasado para hacerlo común a la nueva comunidad. Genera historia como herramienta de la hegemonía, que es nacional desde ese momento.

Existe en la actualidad una tendencia a la añoranza de las comunidades precapitalistas. Creemos que mucho del sentido actual de esas reivindicaciones es folckorismo romántico, o una fuga hacia el pasado ante la dificultad de encarar lo nuevo.  Nuestra idea sobre la tradición y las culturas anteriores a la del capitalismo industrial, parte desde las propuestas del “amauta” José Mariátegui. Para el revolucionario peruano el estudio de la realidad nacional (decía “peruanicemos al Perú”) era el camino que el materialismo histórico debía seguir en la construcción de una vía revolucionaria nacional. Por eso rescataba la tradición comunitaria de los pueblos andinos, pero no lo hacía por ninguna añoranza a la vuelta del pasado Inca. Sino que buscaba la apropiación de elementos de organización productiva en dichas comunidades, su historia y tradición, para superar el atraso y alienación de la producción terrateniente y para pensar la construcción de una nueva institucionalidad. En el mismo sentido Garmsci insistía en la lucha por una hegemonía proletaria nacional y la creación de un nuevo bloque histórico que la viabilizara.

No dudamos que la burguesía como clase dominante en los estados-nación crea una visión histórica donde el pasado va justificando su consolidación y su presente, negando oposiciones y alternativas. No podemos negar que la actual “operación” nacional y popular del revisionismo ligth kichnerista es una maniobra hegemónica: la creación de una nueva visión del pasado que reemplace a la obsoleta liberal o a la hueca académica.  Esta operación nos interpela: como impedir que nos roben a nuestros héroes y así nos roben el pasado. El tema está en que la historia oficial de cualquier tendencia al tener que justificar el presente debe rescatar del pasado elementos de estabilidad y construir una visión autojustificada del estado de cosas. Y como la dependencia y opresión de hoy tiene sus raíces en el pasado una visión alternativa siempre contará con elementos de verdad superiores a la emanada desde las cumbres del poder establecido por más sofisticada y “nacional y popular” que esta sea.

Es en este sentido el tema de la “unidad nacional” se presenta como otro problema a resolver por los que luchamos contra la explotación. Una vez consolidada como clase la burguesía presenta la unidad nacional como un baluarte ideológico contra la lucha de clases y las oposiciones políticas radicales. Es la conclusión de su conquista del poder, la búsqueda del fin de las transformaciones y el encuadramiento de todas las clases tras su hegemonía. Pero ese “nacionalismo” es falso. Más aún en países dependientes donde la promesas de la revolución burguesa no llegaron a cumplirse mínimamente. El caso del peronismo del 45 es claro para identificar los límites que la justicia social y la independencia nacional tienen bajo el sistema actual. El movimiento de Perón enarbolaba un programa de progreso y armonía de clases, sin embargo desató una furiosa lucha de clases que duró más de 20 años como consecuencia de la oposición de la burguesía al misma y los límites que impone ser un país dependiente.

El tema es que cualquier transformación que implique mayores niveles de igualdad, democracia y justicia para las clases oprimidas debe se superadora de las formas políticas y económicas existentes y no basarse en conseguir consenso entre las clases para ver cuánto los ricos le aflojan a los pobres sin enojarse.

Cada aniversario de una fecha patria como el 9 de julio, 25 de mayo y muchas fechas más que podríamos levantar, nos enfrenta a un doble desafío: romper con la efeméride escolar y crear un hito popular. Pareciera que una parte sustancial de la izquierda no ha alcanzado a elaborar una actitud correcta frente a la “cuestión nacional”, ni parece en condiciones de asumir positivamente el sentimiento patriótico de las masas. Las invasiones inglesas, la revolución de mayo, las guerras de la independencia y la independencia del 1816, fueron parte de un proceso de revolución mundial donde se derribaron barreras con las que las viejas clases dominantes feudales protegían su vetusto poder. En América latina esta lucha tuvo su expresión y sus contradicciones internas. Estas contradicciones expresaban diferentes alcances que podía tener la revolución y eran expresión de lucha de clases y frentes de clases y de diferentes proyectos de nación. Sin dudas, burguesas eran las diferentes variantes independentistas, pero no todas eran equivalentes. Más erróneo sería negar la guerra de la independencia como una guerra popular desde una anacrónica revolución proletaria en la América latina del siglo XIX. Si hacemos ésto le regalamos el pasado (y la lucha de las clases oprimidas en ese pasado) a la burguesía y su interpretación de los hechos.

Si en función de un dogmatismo improductivo rechazamos “lo nacional” como artificial y burgués, abonaremos nuestro divorcio con el sentido común de todas las clases y prepararemos nuestra fuga teórica, identitaria y militante a otros tiempos o países. El internacionalismo proletario genérico, como alternativa, solo se ha manifestado en muy contadas ocasiones y en ninguna eficiente. Cuando ha tenido que confrontar con los “intereses  nacionales” ha salido perdidoso, aún en condiciones en que era sumamente justo (como en las guerras mundiales). Esto no significa que el nacionalismo sea más justo que el internacionalismo, lo que significa es que ya deberíamos estar más que advertidos de la poderosa fuerza material que implica el sentimiento (y la materialidad) de pertenencia a una comunidad nacional.

El sentido común expresa la ideología hegemónica, pero esta ideología es parte de una construcción que absorbe y re significa elementos de cultura popular. Es en ese sentido que el sentido común tiene en su interior elementos de “buen sentido” que son bases desde que las que se construyen puentes entre la cultura e identidades populares y los objetivos revolucionarios. Si tenemos vocación de mayoría, de poder y de verdadero internacionalismo, es necesario impulsar políticas nacionales de los oprimidos que incorporen lo mejor de nuestra historia y de la cultura popular. Allí están las raíces de la solidaridad internacional y de la lucha por la igualdad.

Creemos que nuestro pasado tiene mucho que reivindicar, desde las milicias populares en 1806 y 1807 pasando por todas las gestas de los ejércitos independentistas y el pensamiento de nuestros más lucidos patriotas, la inmensa movilización de nuestros paisanos para la defensa de la independencia y para lograr algún tipo de organización nacional que los contemplara. Y podemos avanzar hacia el presente rescatando gestas y personas que doten a nuestras propuestas de una raíz ¿Por que abandonar esa tradición nacional y regalarla si desde ella la identidad de nuestro país deja de ser de terratenientes entregadores y genocidas y pasa a ser de héroes, patriotas y visionarios? Por eso decimos que hay razones para festejar el surgimiento de nuestra nación. Porque no consideramos positivo renegar de nuestro país, ni que eso sea un acto liberador. Creemos que esos tiempos nos dan la oportunidad de poner en discusión una visión del pasado nacional que siente las bases del futuro que deseamos.

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